Mural





En las paredes del Hospital Materno Infantil San Roque de la ciudad de Paraná,
en la sala de des-espera de la Terapia Intensiva se ven inscripciones como:
“Dios Ylumina”; “Su papa cien la espera”; “Nesto que Dios te beniga”, y con el mismo color: “Nesto que todo te bien mu pronto. Tu tia Rosa”.
Así, los familiares de los internos imprimen en el muro blanco sus iniciales, les dibujan barcos a sus niños y a sus niñas, y les escriben cartas,
como esperando que la cal les absorba las tristezas y los inmortalice.

Princesas




“¿son lo mismo niñas y princesas?
¿unas quieren ser las otras y las otras unas de las más? (...)”.
Nicolás Rigaudi

Gran parte de los problemas de nuestra vida proviene, casi diría de un solo lugar: los cuentos infantiles clásicos que alimentan los preceptos culturales.
De nenas casi siempre soñamos con los vestidos, los zapatos “de cristal”, el carruaje tirado por caballos blancos y todo el merengue que viene adosado a esas historias. Ya no tan nenas, pero con los relatos rosa chicle incrustados en nuestra subjetividad, marchamos por la vida sin que existan demasiadas contradicciones entre los elementos fantásticos y el mundo real.

Pero eso sí, en algún momento ocurre. En algún momento, toda mujer con una porción de materia gris cae en la cuenta de que algo anda mal. Y si no generalizo en la afirmación es simplemente porque existen sus buenas excepciones: las mujeres que nunca abandonan el cuento. Parte del género del que no pretendo ocuparme.

Pero cómo decía, en algún momento nos encontramos buscando la biografía no autorizada de la Bella Durmiente para ver cómo resolvía su vida con un periodo menstrual, para saber cómo combatía los pelos encarnados, cómo hacía para manipular esos taquitos las 24 hs., si tenía mal aliento cuando se levantaba, cuáles eran sus discusiones epistemológicas, si se replanteaba en algún momento las condiciones de producción existentes, etc., etc.

Pero claro, nada de eso esta al alcance por la sencilla razón de que nada de eso existe. Porque si las princesas, en los términos románticos en que las presenta la literatura (y obviando el monarquismo parasitario aún existente), terminan por no existir, la suerte del “príncipe” no es distinta. El problema es cuando esa crema pastelera mental que nos promete la felicidad eterna, nos lleva a pasarnos la vida besando sapos que nunca dejarán su condición de anfibios.
Pero el tema no queda ahí. A medida que la vida avanza, el menú se amplia con las telenovelas, las películas rosa yanquis y de nuevo llegamos a la publicidad, que nos recuerdan las historias de esos amores mágicos y lo Blancanieves que debemos ser.

Pero qué lejos que están las hadas cuando llegamos a nuestra casa repletas de papeles, carpetas, bolsas de supermercado, manipulando bolsos y bolsas; cuando tenemos un humor de perros porque las tareas del laburo nos llevan varias horas extra y la casa se nos viene encima.
Por eso, cuando se nos reclame que estamos poco arregladas, que rompemos las bolas con el dolor de ovarios, o nos recriminen lo poco estético de nuestros pies hinchados de caminar como unas bestias, lo mejor que podemos hacer es desatar la más justa afirmación pronunciable en esas circunstancias:

“querido, Blancanieves no existe”

y arrojar por la ventana, en un acto de liberación, las obras completas de los Hermanos Gimm.