Cosas que pasan




Mi tía siempre me aconsejaba lo mismo: "si andas floja de autoestima, lo mejor que podés hacer es pasar por una obra en construcción". Cada vez que ella lo hacía, los muchachos de la clase obrera la piropeaban como a nadie. "No hace falta parecerse a Julia Roberts", me decía.

Y la verdad, no hubo vez que no funcionara. Tanto que cuando un grupo de albañiles se apoderó del departamento de al lado, yo le recordé la fórmula de la tía Inés a mi amiga conviviente y sé que en el fondo las dos nos entusiasmamos y fuimos capaces de imaginar, no sin cierta vergüenza, lo que serían de ahí en más los retornos a la casa. Desde ese momento, seguro íbamos a volver quejándonos de lo insistente de los comentarios libidinosos de esos hombres, bien formados a fuerza de trabajo pesado.
Siempre hay un Tom Cruise al que el start-system de la industria cinematográfica se le escapó, dejando que perpetrara en condiciones bastante poco afortunadas. Pero a las chicas de clase media ni se nos ocurre mirar que hay detrás de los ladrillos y las bolsas de cemento, por traición a las buenas costumbres.
Mi amiga Soledad es de esas, pero ella, a diferencia del resto, se atrevía un poco más y cada vez que uno de estos sujetos le lanzaba brabuconadas penetrantes, ella desataba una sarta de comentarios voluminosos que flotaban en el aire hasta que desaparecía en la línea del horizonte. Pero la cosa se complicó.

Cuando llegaron los albañiles al departamento de al lado, mi amiga había tomado las precauciones de no avistar hasta que supiera que estaban muy ocupados. Pero un día no le quedó más remedio que abrir la puerta y caminar por el pasillo atestado de obreros de la construcción. ¿Qué pasó entonces, se preguntarán? Bueno... nada. Exactamente NADA. ¿Y a su vuelta? Nada. Los hombres ni miraron. “Respetuosos”, "bien educados", fue lo primero que pensó Soledad y me lo comentó. Aunque también dejó lugar a la hipótesis de que su paso por el pasillo habia sido lo suficientemente fugaz como para que alcanzaran a verla. Pero no. A la segunda semana, los muchachos seguían inmutables, hablando entre ellos, sacando medidas… Nada. A la tercer semana, mi amiga estaba más interesada en el tema que de costumbre y salía a la puerta por cualquier motivo. A las tres semanas y media, había abandonado el jogging y hasta salía maquillada.
A los pocos días su preocupación se hizo explícita. Salió tan violentamente de su boca que llego a asustarme : “¡¿boluda, estoy muy gorda? ¿O qué mierda les pasa a estos tipos?!"
Los ecos de la desesperación desatada por mi amiga tampoco lograron desconcentrarlos.
Ella por su parte decidió retomar los calditos sin sal y las galletas de arroz y, por las dudas, también el gimnasio.

El desayuno


—Terminamos con Gustavo.
—¿Terminaron del todo?
—Sí, ¡¿podes creer?!

—¿Pero esta vez qué pasó?
—No sé. Yo no hice nada. Al contrario. Vivía para él. Desde que nos mudamos a vivir juntos yo me encargaba de lavar su ropa a mano, de que tuviera las camisas planchadas, de sacar a pasear el perro, de tenerle la comida lista, de prepararle alguna cosita para los aniversarios.
—Sí, eso ya sé…

—Él al principio me reprochaba que no conseguía laburo, que no nos alcanzaba para vivir, que algo iba a tener que hacer. Y vos me conoces, yo no ando sin laburar porque sí.
—Pero después conseguiste las guardias.
—Sí, pero entonces salía a la mañana y llegaba a las once de la noche, te imaginás, ni ganas de mover un dedo de lo muerta que estaba. Y entonces empezó el problema. Yo a veces llegaba más tarde y él estaba dormido. Él se levantaba y yo hacía dos horas que me había acostado.

—Bueno, Marita, pero es comprensible. Después de todo, vos con eso cubrías parte de los gastos.
—¿Parte? Parte por no decir todo.
—¿Cómo todo?
—Sí. Un día empecé a pagar la patente del auto porque él se había quedado sin plata. Otro día me encontré haciéndome cargo del alquiler que íbamos a pagar a medias. Y cuando acordé era yo la que iba al supermercado, era yo la que pagaba la mutual, la que pagaba las tarjetas, la que pagaba la guardería del perro…

—¿Y las cosas de la casa?
—Y las cosas de la casa las seguía haciendo yo.
—¿Cómo que vos?
—Sí, yo. Pero ya no era lo mismo. Imaginate, llegaba reventada, me dormía en la mesa, se me quemaban las tostadas, me olvidaba de regar las plantas, no me acordaba de descongelarle las pechuguitas de la dieta que la nutricionista le había recomendado para bajar el colesterol.

—Bueno, pero de todo no te podías hacer cargo.
—Sí, pero él me decía que yo ya no lo mimaba como antes, que me olvidaba de dejarle la bolsita de agua caliente para cuando se iba a dormir, que ya no le cocinaba los ñoquis caseros que a él le gustaba comer los 29, como los preparaba su mamá…en síntesis que yo ya no lo quería.

—A ver, pero ¿qué fue lo que terminó de desatar la última discusión?
—El desayuno.
—¡¿El desayuno?!

—Sí, es que el jueves me dormí, y no le llevé el desayuno a la cama.
—¿Y entonces?
—Y entonces nada, me dijo que ya no éramos tan compatibles como el creía, que la relación estaba desgastada, que él esperaba otra cosa para la madre de sus hijos. Pero que no me echaba la culpa del fracaso de la relación. Que la psicóloga le había hecho reflexionar sobre lo que quería de su vida… y adiviná


—¿Qué?
—Que me lo dijo, nomás. Que yo era una mina muy buena, y que merecía ser felíz. Pero ser felíz con otro. Que no me guardaba rencor y me deseaba lo mejor en la vida. Que él se había dado cuenta de que necesitaba renovar la suya.
—...
—…
—¿Y vos cómo estas?
—¿Yo? Como una tostada sancochada nadando en el café con leche.