El desayuno


—Terminamos con Gustavo.
—¿Terminaron del todo?
—Sí, ¡¿podes creer?!

—¿Pero esta vez qué pasó?
—No sé. Yo no hice nada. Al contrario. Vivía para él. Desde que nos mudamos a vivir juntos yo me encargaba de lavar su ropa a mano, de que tuviera las camisas planchadas, de sacar a pasear el perro, de tenerle la comida lista, de prepararle alguna cosita para los aniversarios.
—Sí, eso ya sé…

—Él al principio me reprochaba que no conseguía laburo, que no nos alcanzaba para vivir, que algo iba a tener que hacer. Y vos me conoces, yo no ando sin laburar porque sí.
—Pero después conseguiste las guardias.
—Sí, pero entonces salía a la mañana y llegaba a las once de la noche, te imaginás, ni ganas de mover un dedo de lo muerta que estaba. Y entonces empezó el problema. Yo a veces llegaba más tarde y él estaba dormido. Él se levantaba y yo hacía dos horas que me había acostado.

—Bueno, Marita, pero es comprensible. Después de todo, vos con eso cubrías parte de los gastos.
—¿Parte? Parte por no decir todo.
—¿Cómo todo?
—Sí. Un día empecé a pagar la patente del auto porque él se había quedado sin plata. Otro día me encontré haciéndome cargo del alquiler que íbamos a pagar a medias. Y cuando acordé era yo la que iba al supermercado, era yo la que pagaba la mutual, la que pagaba las tarjetas, la que pagaba la guardería del perro…

—¿Y las cosas de la casa?
—Y las cosas de la casa las seguía haciendo yo.
—¿Cómo que vos?
—Sí, yo. Pero ya no era lo mismo. Imaginate, llegaba reventada, me dormía en la mesa, se me quemaban las tostadas, me olvidaba de regar las plantas, no me acordaba de descongelarle las pechuguitas de la dieta que la nutricionista le había recomendado para bajar el colesterol.

—Bueno, pero de todo no te podías hacer cargo.
—Sí, pero él me decía que yo ya no lo mimaba como antes, que me olvidaba de dejarle la bolsita de agua caliente para cuando se iba a dormir, que ya no le cocinaba los ñoquis caseros que a él le gustaba comer los 29, como los preparaba su mamá…en síntesis que yo ya no lo quería.

—A ver, pero ¿qué fue lo que terminó de desatar la última discusión?
—El desayuno.
—¡¿El desayuno?!

—Sí, es que el jueves me dormí, y no le llevé el desayuno a la cama.
—¿Y entonces?
—Y entonces nada, me dijo que ya no éramos tan compatibles como el creía, que la relación estaba desgastada, que él esperaba otra cosa para la madre de sus hijos. Pero que no me echaba la culpa del fracaso de la relación. Que la psicóloga le había hecho reflexionar sobre lo que quería de su vida… y adiviná


—¿Qué?
—Que me lo dijo, nomás. Que yo era una mina muy buena, y que merecía ser felíz. Pero ser felíz con otro. Que no me guardaba rencor y me deseaba lo mejor en la vida. Que él se había dado cuenta de que necesitaba renovar la suya.
—...
—…
—¿Y vos cómo estas?
—¿Yo? Como una tostada sancochada nadando en el café con leche.

No hay comentarios: